Ansias de felicidad

El viento tapaba mis oídos, grandes y puntiagudos, mientras iba en su recorrido descontrolado de un lado a otro, haciendo que mi subida por las empinadas y lisas rocas de Recife fuese una odisea excesivamente tormentosa. Cuando logré llegar a la cima, con mi pelo crespo y amarillento golpeando cruelmente toda mi cara, la vi a lo lejos: mi hermana, la muñequita mona y lisa, con ojos azules y contextura delgada, sentada debajo de una sombrilla para protegerse del incandescente sol, sumergida en las páginas de un libro gordo y en vista pesado que no había soltado en semanas. ¡Qué hice yo para merecer una hermana perfecta en todo, mientras yo me quedaba escarbando las esquinas de su sombra con mis gordos y feos dedos, comiendo sin cesar los caramelos que siempre guardaba en mis bolsillos!

Mi oportunidad de venganza llegó el día en el que escuché gritos estridentes viniendo de la sala. Mi madre se encontraba furiosa porque mi hermana parecía flotar por la vida, sin poner cuidado a lo que pasaba a su alrededor, enfocando su atención en las páginas que leía con avidez y pasión, meciéndose lentamente en la hamaca absorta entre letras, como cuando no se puede sacar de la cabeza al ser amado. Entré en acción poniéndome del lado de mi madre, revelando que en la mochila de ella aguardaban malas notas y tareas que no habían recibido la atención de mi hermana. Mi madre subió frenéticamente las escaleras, vaciando el contenido de la mochila en la cama y viendo uno que otro deber que faltaba por hacer; su ira se fue aplacando al comprobar que su hija favorita no era una irresponsable. Una ira que se enardeció nuevamente con mis palabras de reproche que pintaban un cuadro de lo más tétrico en lo concerniente a la atención de mi hermana, y que sumado a los argumentos filosóficos, maduros y altaneros que pronunciaba ella, terminaron por incentivar la creación de una nueva regla en aquella casa: los libros quedaban rotundamente prohibidos.

Se la veía desolada, ya no caminaba por la calle dando esos saltitos fastidiosos, si no que arrastraba los pies sin apenas levantar la vista del suelo. Mi hermana siempre había sido propensa a las ojeras, y con el descuido de su imperdonable apariencia física, salía a la vista de todos que era un mortal con más defectos por descubrir. Comenzaron a correr voces por Recife afirmando que tal pesadumbre sólo podía ser causada por una tragedia de la magnitud del rechazo cruel de un pretendiente para matrimonio. Y mi hermana, bajo el hechizo de la nostalgia y la esperanza de volver a tener un libro en sus manos que le diera razones de vivir, no afirmaba ni desmentía nada.

Decidí regodearme en su pesar como solo puede hacerse cuando la envidia y el resentimiento te hablan al oído diciendo que está bien, que la culpa no es mía por sentir, si no de ella por ser como es. Le grité en la cara todos los reproches que logré formular, sin importar si eran ciertos o no, si eran creados por mi misma o producidos por ella. Parecía que ningún insulto era lo suficientemente poderoso como para llegar a su corazón, hasta que me metí con sus libros, afirmando que iba a estar desolada, bruta y hueca toda la vida, sin poder volver a tener otro libro en sus delgadas, blancas y delicadas manos.

¡Tonta de mí, que no cuide mis espaldas! Si hubiese sido capaz de enfocar mis ojos en algo más que el azul sorprendido, acuoso y desolado que desprendía la mirada de mi hermana, habría escuchado el taconeo de mi madre que bajaba por las escaleras en busca de la fuente de los gritos que se escuchaban por la casa. Habría sentido su grito ahogado al escuchar todas las palabras que salían de mi rabiosa boca y la paciencia y serenidad con la que permitió que me desahogará, hasta que advertí en su presencia.

Me dirigió una mirada helada que duró apenas unos segundos sobre mi, ¡aún más desgraciada me sentí con su indiferencia! Mi madre no pareció notarlo, mientras firme le decía a mi hermana: 

- Fui muy dura contigo, permití que la ira tomará el control y no fui justa. Los libros vuelven a estar permitidos en esta casa.

La sonrisa que apareció en su rostro solo se podía comparar con la pasión del primer amor. Todo rastro de amargura desapareció de sus ojos y se frotaba las manos tan desesperada que sabía que no podía aguantar más para regresar a su amado. Regreso a la hamaca con el libro en su regazo, balanceándose lentamente, como si no fuera una niña con un libro, si no una mujer con su amante.

¿Podría sentirme de la misma forma alguna vez, siendo como soy?
¿Saben qué es un Pastiche? Para los que no saben, es como una reinterpretación de una obra cualquiera, tomando los elementos más importantes de la pluma y el estilo del autor o autora y hacer tu propia versión. En este caso, mi texto es un pastiche de Felicidad clandestina de Clarice Lispector. Fue un trabajo intenso que conllevo sacar todos esos elementos esenciales de su obra y leer el cuento mil veces. Ya me dirán ustedes qué tal salió el resultado.

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